miércoles, 26 de marzo de 2008

Siente un Azcona en su mesa


Se ha muerto, como casi todos. Se ha muerto y con él se han ido Arniches, los cafés de la posguerra y las manchas del bocadillo de chorizo en la camisa.
Rafael Azcona era el mejor, el mejor de los vivos, está claro. No es el momento de enumerar las enormes películas que salieron de su pluma, su olivetti o con lo que carajo escribiese, pero parece el momento de reivindicar la calidad silenciosa, la grandeza oculta y la técnica anónima de este monstruo del cine mundial. Azcona no era conocido, podía pasear por la calle sin que nadie le abrumase con el apetito de rúbricas que padecen los mitómanos, sin que le diesen la murga, con la cabeza alta y el paso ágil, barruntando historias en su prodigioso cerebro. Una ventaja para el maestro.


Nadie ha captado la realidad de este país con la pasmosa, la cómica, la ácida facilidad con la que él fue capaz de mostrarnos que aquí, aunque semos diferentes (un pelín casposillos tal vez) sufrimos igual, tenemos la misma gracia -o más- y padecemos problemas idénticos al resto de los mortales. Era un grande entre los grandes, el Billy Wilder riojano y patrio (¿o era Wilder el Azcona austríaco de Estados Unidos?).
"Siente un Azcona en su mesa, futuro guionista" debería rezar el cartel de cualquier Escuela de Cine, porque el riojano es el prototipo de guionista, el espejo en el que el futuro contador de historias debería mirarse, el genio discreto capaz de arrancar la risa y el llanto y fundirlos en la misma sustancia. Eso y mucho más era Azcona, y ahora, sin él, el cine autóctono se queda huérfano ante un horizonte difuso. Siempre se van los mejores (cuando son los mejores los que se van).
En cualquier caso, descanse en juerga, que es lo que seguramente hubiese querido. Eras cojonudo, Azcona.

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