Un amigo de mi padre suele decir que "los humanos no semos naide". Es la frase perfecta para un entierro: clara, concisa, pelín hipócrita y sin embargo, al mismo tiempo, una verdad irrefutable. Hay algunos que se empeñan en negar la mayor, en "ser". Qué idiotez ¿no?
Me pregunto yo (yo este de carácter lingüistico y no metafísico) por qué tanto empeño en autoafirmarse. Hemos venido a este mundo en pelotas, no sabemos muy bien cuál es nuestra función, perdemos el tiempo, trabajamos, pagamos impuestos y luego, unos cuantos polvos después, vamos y nos morimos. Qué cuadro.
Una cosa está más o menos clara: la posteridad no tiene sentido, el futuro menos y el pasado... bueno, el pasado sólo sirve para echar unas risas si procede y para tener nostalgia o vergüenza, según el caso. Luego está el presente, una especie de grano en el culo que da gusto rascar, la niña de nustros ojos, el rey de la casa, el culpable de que actuemos. El presente, como el chikichiki, mola mogollón, más que nada porque no existe, porque como concepto se nos escapa. Por ejemplo ahora, en mi presente, estoy escribiendo estas líneas, pero a medida que las escribo un presente nace y muere con cada letra y mi reloj de arena pierde granos que no se recuperarán jamás.

Esta cantidad insondable de lugares comunes que estoy soltando viene a raíz de una conversación que mantuve no hace mucho con una señora muy de derechas, muy fina y con muchos euros encaramados en el collar de perlas. Decía la señora, con impecable castellano de club de hípica, que los jóvenes somos unos vagos porque en lo único que pensamos es en vivir la vida, emborracharnos y ligotear (son palabras textuales) en vez de trabajar y pagar la hipoteca.
La sabiduría de la clase alta siempre me ha dejado a medio camino entre la estupefacción, el regocijo y la indigestión. No sabía qué responderle así que dejé que mi boca soltase lo primero que anduviese rondándole.
- Señora, es que la vida es muy corta como para en lugar de vivirla, dedicarse a la hipoteca.
La señora se sobresaltó. Mis palabras debían ser un tanto hedonistas para tan alta concepción de la existencia. Aún así, con las perlas titilando en el cuello y el olor de los establos que debe frecuentar a diario instalado en la boca dijo:
- Si es así como quieres que te recuerden tus hijos, allá tú.
Tomá, pensé. Esto si que no me lo esperaba. La alusión a mis hijos, a mi futuro, al recuerdo de mí mismo en los demás consiguió desarmarme. Sólo pude decir:
- Es que no semos naide, señora. Y a mí todo eso, mire usted, me da un poco lo mismo.
Era mentira, claro. O tal vez no. En el tiempo que tarde en decidirlo me emborracharé, viviré y si se deja, intentaré ligotear con la vida. Trabajar lo menos posible, por favor. Y pagar la hipoteca... pues no sé, cuando las casas cuesten lo que valen.