sábado, 5 de abril de 2008

Juegos del trapecio

Ya lo he dicho alguna vez en este blog; soy un admirador declarado de Luís Buñuel. Me gustan todas sus películas (incluso las peores) y considero su autobiografía como una pequeña joya literaria que resistirá el paso del tiempo sin despeinarse.
El caso es que en Mi último suspiro, que así se llama la autobiografía del genio de Calanda, propone un juego que me parece muy interesante y que consiste en hablar de las cosas que amas y que detestas. Empezaré por las que detesto.


Aborrezco los insectos, sobre todo las mantis religiosas, las orugas y los bichos desconocidos. Soy capaz de sufrir un rapto emocional y abandonar a mi madre en medio de un incendio si los ojos de la mantis me vigilan.
Detesto a la burguesía, a la gente que no tiene tiempo para la frivolidad, a los serios, a los solemnes y a los que no se toman la vida como lo que es: muy poca cosa.
No me gustan los progres, los ecologistas, aquellos que sólo se preocupan por imbecilidades tales como el sexismo en el lenguaje, los documentales de Al Gore y los delirios de Michael Moore. Debe de ser una desviación de comunista ortodoxo.
No aguanto los lugares ruidosos en los que la gente habla a voces, especialmente cuando está comiendo.
Odio los edificios públicos y administrativos, todo lo que huela a Burocracia.
Me repugna la Universidad, templo de la mediocridad y la idiotez, antro gris, guardería hormonal, reserva espiritual de nada.


Me cansan los vegetarianos ideológicos, aquellos que para reivindicar la igualdad entre el hombre y el animal, se ponen un peldaño por encima y juzgan al animalito desde una perspectiva repulsiva y paternalista.
Fuenlabrada, Terrasa, Tarragona, Alcorcón, Móstoles y el resto de ciudades industriales me dan miedo. Detesto también los polígonos industriales y las ferreterías, no sé por qué.
Siento un profunda aversión al clero, muy en especial a las monjas, que me parecen los seres más malvados que hay sobre la tierra.
No aguanto a la gente espesa, que elige la tristeza y la pena como modo de vida. Tamopoco a la gente que le da una importancia desmedida al modo de vestir.


Nunca he sido capaz de comerme una granada. Tampoco me gusta la ensaladilla rusa ni los trisquis, esos aros de trigo infernales.
Los deportistas me aburren, odio las manifestaciones, me veo alterado por los patriotas. El fascismo, el racismo y la homofobia me asquean, pero ninguno tanto como el capitalismo o el liberalismo, que engloba a todos y del que encima soy partícipe (también me detesto a mí mismo a veces). El pelo de Aznar me produce escalofríos.
No me gusta el campo en verano. Me aterra el ruido de los grillos, el cuchiceheo del silencio y la nieve cuando está a punto de descongelarse. En el colegio, por algún motivo, las ecuaciones y la geometría me aterraban, me parecían obscenas; aún hoy me infunden temor.
Lans Von Trier, 2001, La vida es bella, La lista de Schindler o Mar adentro me parecen directamente una mierda. Igual me pasa con la literatura de autoayuda, con Pablo Cohello, Bucay, Pérez Reverte, La Divina Comedia, Prada, Gala, Freud (qué cansancio), Platón (no es culpa mía), Savater, algunas obras de Lope (ya es hora de decirlo), con casi todos los que escriben en el país a excepción de Mendoza y con muchos más.


Me repugna la zarzuela y no sé por qué. Los matrimonios felices, plenamente felices son tenebrosos. Los optimistas y los pesimistas son un coñazo, los hombres de traje, las mujeres de traje, sobre todo si llevan maletines, generan en mí desconfianza.
Sigo odiando los flashes (sobre todo los de lima limón). No me interesa Japón ni la cultura del espíritu oriental. Vomito cuando veo a Ramiro Calle, a Dragó, a Jiménez Losantos y a Doña Leticia.
Desconfío de la gente que dice que nunca se ha masturbado (si mienten en una tontería así, imagínate en algo importante).
Me horrorizan profundamente los relojes de pared, sobre todo los de cuco. En mi casa hay uno y por razones sentimentales nunca he intentado quitarlo; sí que conseguí hace años que quedase más o menos escondido en un rincón del salón.
Me dan miedo las alturas y los parques floridos.
Me cambio de acera cuando veo un grupo de adolescentes con gafas de sol, pelo de punta y ampulosas baratijas rodeándoles el cuerpo. siento temor.
Por último, detesto todo lo que huela a militar, a ejército, policía o autoridad. Recuerdo una vez en la que estuve tentado de ir a cierta comisaría, dejar el DNI y decirles: "Denúncienme por lo que quieran, pero déjenme en paz, por favor".
No lo hice y lamento no haberlo hecho. Como ya he dicho, a veces (no siempre pero sí muchas), yo mismo no me gusto.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Tenemos un alto porcentaje de coincidencia, dejando a un lado las granadas (mucho mejores las de comer, dónde va a parar) y la ensaladilla rusa...

Lo que no me quito de la cabeza es..., qué diría el tedioso Freud de tu aversión a las malvadas monjas?.

Saludos perversos!

Anónimo dijo...

jaja!!!! Qué bueno lo del pelo de Aznar!! Me pasa lo mismo en eso y en lo de la ensaladilla rusa.

Trapecista dijo...

Eva, Freud hablaría de sexo, claro. Diría algo así como que siempre he querido tirarme a una monja. Nada más lejos de la realidad, lo juro. Las hermanas de mi colegio eran además de unos bichos malos, unos seres con el mismo atractivo que Chuck Norris comiendo fabada.
Andresfg, no me extraña que te pase lo mismo con el pelo de ese ser. Es repulsivo ¿Será una monja?