martes, 22 de febrero de 2011

Carretera y manta

Malí es un país donde confluyen nueve etnias. No son pocas, aunque puede que tampoco sean muchas. La característica que diferencia este país de otros con la misma ebullición de costumbres, credos y culturas es que aquí, salvo escasas excepciones históricas, los diferentes pueblos se llevan razonablemente bien. El mundo debiera tomar nota.

África entera está llena de etnias que conviven de forma irregular, a veces pacíficamente, otras veces bajo el crepitar insistente de las ametralladoras. El hombre occidental dejó una herencia que cada cual valorará: miseria, explotación, hambre, enfermedad y una división del continente trazada con escuadra y cartabón que no es una división sino una salvajada. La sangre que mana como fruto de la misma nos llega en forma de anuncios o películas en blanco y negro para ablandarnos la conciencia. Nos piden dinerito, damos dos perras gordas y volvemos a la cama con la sensación de que somos buenos ciudadanos. Así somos, y yo el primero, en el lado rico del mundo. Miramos para otro lado cuando vemos el devastador legado que hemos repartido o atendemos a la televisión para derramar una lágrima por los niños de las tripas hinchadas y las moscas ronroneantes. Luego a dormir o a ver a Belén Esteban, que estamos muy cansados.

Generalmente nos importa un comino la cultura de los pueblos o su origen, nos da lo mismo si les estamos robando los recursos o esquilmando su futuro. Belén habla de Jesulín y eso es más interesante o menos molesto, tanto da.



Les recomiendo que vengan a Malí (que es una excepción en cuanto a estabilidad política y a convivencia intercultural, ya digo) y hagan inmersión en su universo. No es bueno venir con la idea preconcebida de que tienen mucho que enseñar. Más ajustado a la realidad sería venir con ánimos de aprender. Aquí lo que das y lo que recibes está tan desequilibrado que da vértigo. Sirvan como ejemplo dos lugares que hemos visitado no hace mucho.

El otro día Jan (el profe de Foro de Creadores 2.0 que me relevará en esta aventura) y yo fuimos a Casa Teresa, un hotel restaurante regentado por la susodicha Teresa (mujer para la historia y con historia) y le pedimos que nos llevara a los Makis, los bares ocultos en que los malienses toman cerveza bajo el cobijo de una oscuridad no delatora de su infidelidad mahometana. Alucinamos. Después de internarnos por una abertura de la carretera que no parecía conducir a ningún sitio (o puede que al infierno) desembocamos en un patio transido de motos desvencijadas, construcciones a medio terminar de uralita o madera y olores entremezclados que se definían y se olvidaban a sí mismos entre el orín, la comida humeante, los vapores de las charcas y el dióxido de carbono. Ni que decir tiene que allí no había más tubabus (así nos llaman a los blancos) que nosotros ni más mujeres que Teresa (el Malí femenino generalmente vive recluido en las casas o vendiendo verduras en los puestos ambulantes). No importó; nos sentamos en tres sillas de hierro carcomidas por el óxido, pedimos cerveza, un plato de cerdo asado por valor de 1000 francos cefa y pasamos allí tres horas observando bajo la luz azulada de la luna (luz artificial no hay, ya digo) el Malí que no sale en las guías ni en las oficinas de información turística, la cara B del país que como todas las caras B siempre es más interesante o más auténtica que la otra cara. Fue como un ritual de iniciación, una ceremonia pagana cuya liturgia era la transgresión de los mandamientos religiosos y el respeto mutuo en el anonimato de la penumbra.

Todo el mundo, por muy jodido que esté, desea de vez en cuando tomar unas cervezas y renunciar a la tristeza, aunque sea por diez minutos. Los malienses también, sólo faltaría. Es como ver a Belén Esteban pero sin ver a Belén Esteban, lo cual siempre da buen resultado. Aquí está Malí… parte de él al menos, pensé. La parte urbana y masculina de una sociedad en la que la mujer araña a cada minuto un espacio civil donde desarrollarse, que esa es otra.



¿Y la parte del campo? Pues distinta. Ya había estado en Siby, una pequeña población cercana a Bamako que me impactó por su gente y sus costumbres. Nunca podré olvidar el instante en que mientras visitaba una aldea próxima a la clásica catarata tropical que hay en todos los lugares secos, se me acercó el jefe de la tribu y henchido de orgullo me enseñó sus sacos de trigo (un tesoro para él) antes de invitarme a comer con su familia. Mi gratitud de nuevo para ellos, aunque dudo mucho que lean jamás estas líneas… Pero la de Siby es una historia que contaré otro día.

Este fin de semana visitamos Sikasso. Había oído hablar del Padre Emilio Escudero, un misionero de los padres blancos canadienses que ha pasado cincuenta y un años investigando la cultura senufó, etnia que habita el sur de Malí, parte de Burkina Fasso y Costa de Marfil. Jan y yo pensamos que sería una buena idea visitar su centro, así que el sábado por la mañana madrugamos, nos plantamos en la estación de autobús y compramos dos billetes para Sikasso en la sotrama que salía a las siete de la mañana. Si quieres conocer un lugar ve a su mercado y a su estación de autobuses de bajo coste. No la describiré porque daría para una tetralogía novelesca. Que cada cual se la imagine como pueda.



Tras nueve horas de viaje (para hacer 230 kilómetros, el viaje en sí mismo fue otra aventura imposible de glosar en estas líneas) pisamos la ciudad, tomamos un taxi y aparecimos en el Centro Cultural para el estudio de la cultura Senufó. Emilio no estaba y no regresaría hasta el domingo, pero nos recibieron Zacarías y Gonzalo. El primero es la mano derecha del padre, un senufó que lo mismo traduce que lleva las cuentas que te hace el desayuno, y el segundo un español que por su cuenta y riesgo decidió ir tres meses al centro para hacer inventario fotográfico de los objetos y fetiches que se han ido apilando a través de los decenios en el museo y su almacén. 

Nos instalamos en unas habitaciones baratas, limpias y cómodas y visitamos el centro. Lo que hay allí no tiene precio. Máscaras, figuras de terracota, proverbios y cuentos orales transcritos en senufó y traducidos al francés, cintas de vídeo de costumbres populares y ritos religiosos, grabaciones magnetofónicas de entrevistas y cánticos, fetiches para el cultivo… y un largo etcétera que da buena cuenta de una cultura desconocida hasta ese instante para mí. Los senufó son un pueblo agricultor y ganadero que vive en pequeñas poblaciones, por lo general unifamiliares, y que se caracteriza por su talante pacífico y abierto. Esto lo supimos, muy por encima, de boca de Zacarías y Gonzalo. Después salimos a cenar y dar una vuelta por Sikasso, ciudad limpia y muy tranquila.



Al día siguiente llegó Emilio. Conocerlo ha sido un privilegio que es de agradecer. Es difícil encontrar a alguien con más apertura mental, con tan pocos prejuicios, tan entregado a una causa y a una idea: preservar el pasado para entender el presente y mejorar el futuro. Un sacerdote de los que quedan pocos o nunca hubo demasiados. Fue un encuentro breve pero intenso, que culminó en una charla sobre el futuro de esa obra de recopilación histórica bajo la noche tibia de Sikasso, los tres sentados en patio del jardín del centro junto a Tigri, el perro que custodia aquellos dominios. Hay que ir a Sikasso, conocer a Emilio y visitar las instalaciones del Centro para entender bien la labor que está desarrollando ahí.

Como agria reflexión apuntaré que me preocupó la idea de que todo ese trabajo, fruto de una vida de dedicación a tiempo completo, pueda perderse algún día. Compromiso de todos es poner nuestro grano de arena para que eso no ocurra. Por mi parte haré lo que pueda… y quién sabe, quizás estas líneas sirvan para que alguien ponga su ojo en esta labor y desee contribuir a su continuidad. Ojalá fuera así, todo es posible…

1 comentario:

Julio Antonio Blasco dijo...

...veo que tus paso te llevaron más allá de Bamako... como me alegro....