sábado, 10 de abril de 2010

Vengarse de uno mismo

Decía no recuerdo quién, pero con mucho atino, que escribir es una forma de vengarse de los demás, del mundo y de uno mismo; decía que había que escribir con mala sangre, con furia y con la férrea voluntad de destruir el mal que nos rodea.
No estoy de acuerdo con esas palabras al cien por cien. Hay muy pocas cosas con las que estoy de acuerdo al cien por cien... diría que ninguna. Aún así comparto la visión de la escritura como un acto de venganza, siempre y cuando entendamos que la venganza no tiene por qué ser y de hecho no es en la mayoría de los casos, un sentimiento negativo sino una forma de autosuperación, el motor que a veces nos falta para poder avanzar. En otros casos, como es lógico, es un sentimiento negativo más o menos vinculado con eso que se llama rencor pero tan necesario como el pan y el vino, imprescindible para no convertirnos en estatua de sal.
Yo, a estas alturas de la vida, en que hallo el pesimismo y el optimismo como máximos ridículos y de una pesadez mortal, lo único que quiero a veces es vengarme de mí mismo, sin que ello implique nada demasiado solemne.


Vengarse de uno mismo es una liberación pelín equidistante: ni vuelcas esa furia de la que hablaba contra el resto ni la canalizas del todo hacia ti mismo. Te quedas un poco entre Pinto y Valdemoro, pero funciona. En mi caso, me sirve para no lamentar haber perdido el tiempo, que no duela más de la cuenta haber malgastado tantos años de mi vida en fuegos de artificio o en la esperanza ridícula y literaria de que la confianza no es más que un concepto vacuo y traicionado por los senadores romanos de la miseria moral y del "yo".
La culpa de lo que a uno le pasa siempre la tiene uno, ya sea por acción o por omisión. Quiero pensar que, al menos, eso tendrá relación directa con las consecuencias, que nuestros actos se verán reflejados tiempo después en el currículum y que aquellos que obran con lealtad obtendrán recompensa y aquellos que sólo saben traicionar, mentir, engañar, calumniar, serán desenmascarados.
Es lo que quiero pensar, pero fe no tengo. Nunca la he tenido hacia casi nada... Y cuando la tuve fue peor. Mira cómo estoy ahora: vengándome de mí mismo. Aún así no me quejo. Es una buena ocupación, merezco mi venganza, sólo a través de ella podré abandonar la desazón que me corroe y ante la que no quiero claudicar: que no se puede confiar en nadie. Al vengarme de mí mismo comprenderé que se puede confiar en mucha gente (ahí están la familia, los buenos amigos, etc.), y que el error siempre será depositar la confianza en quien jamás la mereció. Eso es un error propio, no de los demás. Hay que saber elegir, muchacho, esa es la clave.

4 comentarios:

Arún Balani dijo...

Creo que las cosas nunca le pasan a uno. Las cosas les pasa a los demás, y uno sólo está en medio. Evidentemente, algo le termina salpicando.
La traición llega cuando confías, y la culpa de esa confianza no es del traidor, sino del que confió. Claro está que si uno confía es porque no sabe las consecuencias que dicha confianza traerá, y que vivir desconfiado todo el tiempo sólo ayuda al aislamiento personal, por tanto, como bien dices, lo único que queda es vengarse de uno mismo.
Nosotros lo hacemos escribiendo. Y sí, hay que hacerlo con mala sangre y furia, que se oiga.

Un abrazo, Álvaro.

María. dijo...

Es un poco victimista creer que "las cosas nunca le pasan a uno" y "le termina salpicando."

Confiar es un juego. Si te traicionan, mala suerte.

Anónimo dijo...

Amigo!,frente a tanta claridad como la de tus palabrasm solamente te digo chapeau, creo que se escribe así, me asusta ver como has crecido. Hace mucho que no entraba a visitar la belleza de tus palabras, la pasé tremendamente bien, como siempre que lo hago, te quiero!!!

Anónimo dijo...

no puse mi nombre porque creo que sabes que soy la loca argentina que te extraña siempre, mil besos más