domingo, 18 de abril de 2010

Heridas de bífidus activo

Ayer leí -en realidad me leyeron- una noticia que me fascinó. Un tipo, creo que de Granada, entró en una casa de putas de su pueblo y, pistola en mano, dijo la siguiente frase:

- Esta noche manda mi polla.

El tipo era charcutero. Pidió copas para todos los clientes, cerró la puerta por dentro y retuvo al personal durante más de dos horas sin dar ninguna explicación. Luego la emprendió a hostias con la máquina registradora y robó cien euros. A este hombre le han condenado a cuatro años de cárcel, pero no puedo creerme que fuera un ladrón; es impensable para mí que la razón que le impulsó a entrar al lupanar fuera la de desvalijar la caja. Tiene que haber algo más, estoy seguro.


Quizá este individuo, como otros muchos, se encontraba cansado, quizá no entendía nada de lo que ocurría a su alrededor... Quizá había perdido al póker, su mujer le había dejado, el perro ya no estaba y se sentía solo y furioso. Quizá lamentaba que las madres fueran responsables y ya no diesen de merendar choped a los niños, quizá se estaba lamiendo de las heridas que el actimel y el bífidus activo le hacen al pequeño comercio... O quizá es que, por esa noche, sólo por esa noche, deseaba, como en la canción de José Alfredo Jiménez, seguir siendo el Rey.
No sé cómo se llama, ni quién es, ni a quién vota... y a decir verdad me importa un carajo. Sé que el acto en sí es deleznable, que no tiene ni pizca de heroísmo, que sólo trasluce desesperación. Sin embargo, bajo mi punto de vista nadie puede quitarle la épica, y por una razón inexplicable, casi atávica, no puedo evitar que su acto me conmueva. No puedo, y para ser sinceros tampoco quiero, dejar de sentir una especie de solidaridad absurda contra algo que nadie sabría definir pero todo el mundo sabe que existe y que es algo parecido a la desolación pero tampoco es eso.
Todos, el que más y el que menos alguna vez ha deseado entrar en un rincón recóndito del mundo y gritar:

- Esta noche manda mi polla (o mi coño, según los casos).

Es humano o, al menos, eso me parece hoy.

sábado, 10 de abril de 2010

Vengarse de uno mismo

Decía no recuerdo quién, pero con mucho atino, que escribir es una forma de vengarse de los demás, del mundo y de uno mismo; decía que había que escribir con mala sangre, con furia y con la férrea voluntad de destruir el mal que nos rodea.
No estoy de acuerdo con esas palabras al cien por cien. Hay muy pocas cosas con las que estoy de acuerdo al cien por cien... diría que ninguna. Aún así comparto la visión de la escritura como un acto de venganza, siempre y cuando entendamos que la venganza no tiene por qué ser y de hecho no es en la mayoría de los casos, un sentimiento negativo sino una forma de autosuperación, el motor que a veces nos falta para poder avanzar. En otros casos, como es lógico, es un sentimiento negativo más o menos vinculado con eso que se llama rencor pero tan necesario como el pan y el vino, imprescindible para no convertirnos en estatua de sal.
Yo, a estas alturas de la vida, en que hallo el pesimismo y el optimismo como máximos ridículos y de una pesadez mortal, lo único que quiero a veces es vengarme de mí mismo, sin que ello implique nada demasiado solemne.


Vengarse de uno mismo es una liberación pelín equidistante: ni vuelcas esa furia de la que hablaba contra el resto ni la canalizas del todo hacia ti mismo. Te quedas un poco entre Pinto y Valdemoro, pero funciona. En mi caso, me sirve para no lamentar haber perdido el tiempo, que no duela más de la cuenta haber malgastado tantos años de mi vida en fuegos de artificio o en la esperanza ridícula y literaria de que la confianza no es más que un concepto vacuo y traicionado por los senadores romanos de la miseria moral y del "yo".
La culpa de lo que a uno le pasa siempre la tiene uno, ya sea por acción o por omisión. Quiero pensar que, al menos, eso tendrá relación directa con las consecuencias, que nuestros actos se verán reflejados tiempo después en el currículum y que aquellos que obran con lealtad obtendrán recompensa y aquellos que sólo saben traicionar, mentir, engañar, calumniar, serán desenmascarados.
Es lo que quiero pensar, pero fe no tengo. Nunca la he tenido hacia casi nada... Y cuando la tuve fue peor. Mira cómo estoy ahora: vengándome de mí mismo. Aún así no me quejo. Es una buena ocupación, merezco mi venganza, sólo a través de ella podré abandonar la desazón que me corroe y ante la que no quiero claudicar: que no se puede confiar en nadie. Al vengarme de mí mismo comprenderé que se puede confiar en mucha gente (ahí están la familia, los buenos amigos, etc.), y que el error siempre será depositar la confianza en quien jamás la mereció. Eso es un error propio, no de los demás. Hay que saber elegir, muchacho, esa es la clave.

domingo, 4 de abril de 2010

No es de caballeros

Concluye la Semana Santa y la rememoro corta, breve como el capricho de un niño. No he hecho otra cosa que escribir, leer y tomarme alguna copa, o dicho de otro modo, trabajando casi todo el tiempo. No está mal si, como es mi caso, se disfruta de la escritura como un placer confisacado al terreno laboral para crecimiento de uno mismo.
Por algunos acontecimientos desarrollados recientemente, pensé que estaría triste, pero no es así, para mi más absoluta sorpresa.
La vida es extraña... En estos días he percibido que aquello de lo que siempre desconfié, aquello que pensaba que podría ser doloroso, no lo es tanto si coincide con una sospecha largamente anunciada, crecida en el interior como una sombra, certificada por el silencio y cierta maldad cobijada en la culpa. La traición siempre se ve venir, aunque sea muy de lejos, agazapada en los más oscuros confines del corazón. La traición no es sino la confirmación de la duda... porque dudar en general está bien, pero en ciertas cosas no es más que un reflejo de lo que habrá de venir y, en cierto modo, el origen de la precaución y la prudencia.


Imagino que habrá quien no entienda nada de lo que estoy diciendo, pero creo que todos o casi todos, hemos sentido en algún momento esa desazón infinita de saber aquello que va a ocurrir, de predecir el siguiente paso e intuir en él el aroma del desengaño... Al menos yo me siento afortunado: la experiencia comienza (aunque todavía es muy poca) a ser un grado y me lo tomo de otra manera, con una mayor tranquilidad fruto de esa precacuión y prudencia que sirven de vacuna perfecta.
En fin, ya no estoy triste, ni desencantado siquiera, sólo perplejo de mis reacciones y revelaciones: el mundo no cambiará, los días de la revolución han acabado, las personas no son buenas ni malas sino ambiguas en su mezquindad (entre la cual me incluyo), la estirpe humana se hace daño permanentemente, nuestra raza está condenada a entenderse entre sí sin soportarse, la vida es un carrusel, una tómbola, una puta triste, un trapecista exultante, más compleja y más simple de lo que pensamos, un tostón y una alegría. Nada es negro o blanco, pero tampoco es gris. La psicodelia es un invento como el crecepelo. La Iglesia, el matrimonio, el Estado del Bienestar, los impuestos, el paro, la Semana Santa y hasta el Cristo que la fundó son conceptos vacuos que nos sirven para emplear el tiempo únicamente. Nada vale más que una sonrisa sincera; el contexto importa poco.
¿Quién es feliz? ¿Quién lo intenta? Yo no, desde luego, eso no es de caballeros. Pero trato de sonreír y no estar triste, que es mucho y es nada. Me voy a cenar.