sábado, 17 de noviembre de 2007

La voz de los locos

Hablemos de literatura.

La poesía, decía Celaya, es un arma cargada de futuro. El verso es hermoso y quizá, en el momento concreto en que lo escribió, podría ser cierto.
Ese tiempo pasó en cualquier caso. Ahora la poesía es el arte más a la baja de todos. No hay lectores ni poetas destacables, salvo algunas honrosas excepciones.
Entre ellas se alza la figura inclasificable de Leopoldo María Panero, aquel alcohólico, ex-convicto y esquizofrénico que denunciaba los complejos de Edipo y Electra en El Desencanto, que rompía con su discurso amorfo y descastado la dulce versión de la familia franquista.
Leopoldo ha escrito algunos de los versos más trágicos, más desloadores, más iconoclastas que leí jamás. La moral desparaece en su poesía, lo intelectual muere al semen, los conceptos se desangran ante la catarata de locura cuerda, las convenciones sociales gimen, violadas por la sinceridad de la pòesía. Es único e incomprendido.

Vi a Leopoldo hace un par de años en una caseta de la Feria del libro de Madrid. Antonio Huerga me invitó a tomar una cerveza con ellos y claro, no puede negarme. Para mí era como sentarme con Rilke y hablar de poesía. La cosa salió mal.

Panero estaba destruido, le habían destruido. Pasó todo el tiempo con la mirada perdida, sin hablar e intentando meterle mano a la camarera. Ni siquiera pudo rubricar el ejemplar de su último poemario que yo había comprado en la caseta.
En sus ojos había algo remoto, un vestigio de tristeza. Pensé, cuando me despedí de ellos y eché a andar por las calles de Madrid, que les debe pasar a todos los genios, a los auténticos artistas. Es como en esa novelita de Balzac, La obra maestra desconocida. Nadie los comprende, les toman por locos y terminan así, sin remedio. Es algo inherente a la creación, puesto que nunca se alcanza el arte puro, porque el arte puro es la vida, el semen, la sangre, todo aquello que Panero siempre ha tratado de expresar y ha rozado con la punta de los dedos como pocos.


El declive físico de Panero es evidente. El declive mental no tanto. Porque los locos por lo general, suelen ser más certeros y más lúcidos que el resto. Porque la voz de los locos es la voz desposeida de ese filtro que no hace sino negar nuestra naturaleza, la invariable sed, la pulsión perpetua. Ese maldito filtro que para ser un artista, para ser un poeta, para ser un escritor es necesario rasgar, ese maldito filtro que llamamos cultura, moral, convicción, religión o ideología. Dejo unos versos suyos, que hablan por sí solos. Unos versos que me persiguieron desde que una tarde me inundaron y agarraron y que nunca me han soltado.

No es tu sexo lo que en tu sexo busco

sino ensuciar tu alma: desflorar

con todo el barro de la vida

lo que aún no ha vivido.

lunes, 12 de noviembre de 2007

La Gracia de Dios

No me gusta la demagogia. No me gustan, y por ello trato de no caer en sus redes, los argumentos y los personajes demagogos. Padezco una profunda aversión al populismo y a lo popular.

Por todo ello, y a pesar de que en el ámbito de la izquierda política Hugo Chávez sea un personaje que ha logrado cimentar cierto prestigio, jamás he compartido esperanzas en su forma de proceder, su cantinela paranoica y sus constantes payasadas de militar megalómano. Me interesan algunos de los aspectos del llamado "Socialismo del Siglo XXI", pero su vocero, el señor Chávez es, a mi juicio, el mayor escollo para que dicha idea se desarrolle y convierta en una realidad.
Ahora bien, este señor ha sido votado por un pueblo (y con gran porcentaje, dicho sea de paso) y representa los intereses del mismo. Este señor está a la misma altura que cualquier otro Jefe de Estado y no tiene por qué aceptar que un reyezuelo le diga que se calle.
Juan Carlos de Borbón, el principito que fue designado por Franco para sucederle, es también un Jefe de Estado. Eso sí, con la diferencia de que aquí no le ha votado nadie. A Jaime Peñafiel y el resto de "intelectuales" monárquicos les podrá parecer un Rey cojonudo, que lleva muy bien el protocolo, que hace unas exquisitas labores de embajador español en el resto del mundo y que además, la tiene muy larga. Allá ellos.



El problema es que a mí lo que diga Peñafiel me la suda. El problema es que el Borbón no tiene legimitad para representar a nadie, porque nadie ha delegado en él esa potestad. El problema es que me dan naúseas cuando le veo increpando a Chávez, llorando en el funeral de un criminal como Hassan II o haciendo de carabina en el balcón del Palacio de Oriente al lado de su mentor mientras éste justifica ante una muchedumbre de fascistas el fusilamiento de cinco seres humanos. Ni yo ni cualquier otro ciudadano le hemos dado permiso para representarnos de este modo.
En este país, que me gusta, pero que es de pandereta, no se puede hablar del Rey. En este país valen más las portadas del Hola que la historia. En este país no se cuestiona nada porque todo está bien como está. Pues lo lamento, pero yo no lo escondo. El señor Juan Carlos de Borbón me parece un personaje prescindible, que lleva viviendo toda la vida de los réditos acumulados por no apoyar una intentona golpista de cuatro militares y guardia civiles locos. Ya está bien, oiga. Nadie discute que actuó bien, pero es que tampoco había otra forma de hacerlo. No se puede estar por encima del bien y del mal sólo porque un día te guiaste por el sentido común.
Ya está bien, digo, porque la corona, para quien no lo sepa, es una institución feudal, que otorga el mandato de una nación a un señor por cuestiones sanguíneas y por la Gracia de Dios. Y es que Dios es lo que se cree este hombre, que manda callar a Chávez y se ausenta cuando otro Jefe de Estado, Daniel Ortega, denuncia algo tan evidente como que las empresas españolas llevan décadas explotando y saqueando los recursos de las naciones latinoamericanas.

Estoy y espero que se me perdone el lenguaje, hasta los cojones de la familia real, con sus asignaciones, sus portadas de revista, sus cierres de periódicos, sus adictos a la cocaína, sus paralíticos, sus amantes cabareteras, sus nietos, sus leonores, sus premios, sus llantos en funerales, etcétera. Estoy hasta los mismos de la campechanía, la popularidad y el valor que supuestamente han demostrado. Porque no son ciertos, porque si el Rey sale en moto para irse a una casa de putas está en su derecho, pero no significa nada más allá de que es un putero y que le gustan las motos.

Ya está bien, hombre. Que los españoles no somos idiotas por mucho que los periodistas que salen en la televisión parezcan sacados del zoológico. No estoy abogando por la República, porque me parece que estaría de más, estoy abogando porque esta gente se pire de una vez, se meta en los palacios que construyeron con el expolio colonial y no nos ponga más en ridículo.

Por cierto, que todo esto, venía porque Chávez se metió con Aznar. Dios los cría y ellos se juntan, por su gracia, por la Gracia de Dios, que a mí particularmente, no me hace ni puta gracia.
Dejo un link gracioso, para el que quiera disfrutar

viernes, 2 de noviembre de 2007

Halloween

No me suelen gustar las fiestas norteamericanas, eventos como el Día de Acción de Gracias, el 4 de julio u otras manifestaciones festivas de un país sin historia. Sin embargo, Halloween es siempre una excusa perfecta para desempolvar la capa y disfrazarme de uno de los personajes cinematográficos que más me han fascinado desde que era un crío: Drácula.
Sin duda alguna, el personaje encarna su más alta expresión cinematográfica en la versión de la Hammer Film, protagonizada por el seductor y animal Christopher Lee, uno de los mejores actores del género de terror de todos los tiempos.

Recuerdo cuando vi por primera vez Drácula, príncipe de las tinieblas. Tenía seis años y desde entonces, siempre he querido ser el Príncipe Vlad, ese ser alto y delgado que, con su sola mirada, helaba la sangre de las imponentes chicas Playboy de la Hammer.
Luego leí la novela y vi todas las películas que me fueron cayendo en las manos sobre este personaje. Nunca tuve dudas. Christopher Lee era el mejor. No me disgustaban Lugosi, Langella y por qué no, Gary Oldaman. Pero la comunión entre la vertiente animal, sexual y romántica del personaje, brillaba en los ojos de Lee tras morder el cuello, levantar la vista y paladear la sangre con un leve movimiento del maxiliar inferior mientras los ojos se le teñían de rojo.

Aquellos que me conocen saben que soy el defensor más brutal del Drácula de Lee. Ni siquiera en las últimas y delirantes películas (Drácula 73, Los ritos satánicos de Drácula o el Drácula De Jesús Franco) pierde un ápice de la esencia del mito. Un buen amigo me contó que en realidad, el actor británico era un burgués conservador y soso. Debe ser cierto aquello de que si admiras a alguien, lo mejor será que no lo conozcas. De todas formas me da igual. Porque el personaje y su alter ego cinematográfico me han dado algunos de los mejores momentos que he pasado frente a una pantalla.
De vez en cuando, si encuentro una excusa relativamente válida, dejo a Álvaro en casa y me disfrazo de Drácula. Y es que al fin y al cabo, el escritor (permítaseme que me lo considere) es de la misma sustancia que el vampiro; un ser de la noche que aprovecha la sangre de sus víctimas para nutrir su forma de vida, un conde solitario que sale en busca del cuello hermoso de una joven (o de un joven, según los gustos).