sábado, 23 de octubre de 2010

Humanos aperrados, perros humanos

Han pasado muchas cosas los últimos días. Se murieron Labordeta y Manolo Alexandre, (al que conocía de algunas veces y al que tenía un gran aprecio), grandes cada uno en lo suyo,. También comencé las clases y el ritmo de estrés se disparó, no por las clases en sí, sino por todo lo que rodea a estas. Ayer escribí un soneto, sigo con la segunda novela, tengo sueños que sólo son quimeras, no escribo en el blog porque sé que a nadie puede importarle demasiado (y hacen bien) y salgo más de la cuenta por la noche para negar el día.
Esta mañana me despierto y miro facebook. Marruecos prepara una nueva masacre contra el pueblo sahrahui. La historia es un bucle, una puta triste o desheredada que regresa al mismo punto una y otra vez, como una ola de sangre a una orilla de cadávees anónimos. Más muertes de inocentes, esto no tiene fin.
Ando triste estos días, no por una razón concreta sino por muchas. Ninguna parece ser de mucho peso excepto una, que tampoco lo es.



Ayer tuve ensayo con mi grupo de teatro. No estuvo mal, aunque a la obra aún le queda. La cosa se alargó y no volvimos cada uno a nuestro hogar hasta las tres de la mañana. Los viernes, después de ensayar, suelo dormir en casa de mis padres, aquí en Brunete. Llegué cansado, cené algo y puse en el ordenador un capítulo de Frasier (los que me conocen saben que me reconcilia con el mundo). Al cabo de unos pocos minutos estaba profundamente dormido.
No relataré aquí los sueños o pesadillas, porque son personales y porque obedecen a una imbecilidad supina, a una falta de encaje que me resulta preocupante pero de la cual sólo yo soy responsable. El otro día me dijo una amiga que yo era un personaje de otra época y a veces pienso que pueda ser verdad... Qué importa.
El caso es que, en medio de uno de esos sueños-pesadillas, un ruido me despertó. Tardé en despabilarme, en comprender de qué se podía tratar, en descifrar ese zumbido apagado y monótono. De pronto, tas unos segundos de deliberado interés por ignorarlo, lo supe; eran las pezuñas de mi perra (mía, de mis padres y de mi hermana) que acariciaban la puerta de mi habitación con insistencia para hacerme una visita. No pude menos que sonreír.



Me levanté y abrí. Allí estaba ella, saludándome, con el rabo agitándose alocadamente y la respiración entrecortada. Me hice a un lado y pasó como un rayo al interior, del cuarto, avanzó hasta los confines de mi cama y con un salto pulcro y habilidoso se encaramó hacia la superficie. Yo me quedé mirándola largo rato. Ella hizo lo mismo. Fue un silencio prolongado de perros humanizados o de humanos aperrados. Luego me acerqué, me senté en el colchón y Betty (ese es su nombre aunque ninguno la llamemos así) se colocó boca arriba para que le rascase la panza. No pude negarme, es un buen animal.

- Gracias por venir a verme -le dije.

Me miró con comprensión, con la cabeza algo gacha, muy comprensiva. Luego me introduje entre las sábanas y cerré los ojos. Betty se acurrucó bajo mi axila y los dos nos dormimos. No tuve más pesadillas. Sólo sueños. Un poco ingenuos, tal vez, pero claramente soportables.